
Nunca había visto una luz con tanta fuerza en su vida, esos rayos rojizos le caían encima con una brutalidad pasmosa. En esos momentos deseaba tener unas oscuras gafas de sol, pero, ¡a quién iba a engañar!, odiaba esos cristales para esconderse del mundo. El paisaje ya era lo bastante oscuro para resguardarse. Poco a poco, las montañas se fueron comiendo esa luz inagotable. Sabía que al día siguiente volvería con la misma crudeza. Durante una semana aguantó ese sol-propio de otro continente- y su piel comenzó a volverse más fuerte y más dura como el paisaje que pisaba. Esa extensión de ríos de lava ennegrecida se fue comiendo todo lo oscuro de su ser.